A 80 años del final: Reflexiones sobre la guerra y la paz

Este año se cumplen 80 años de la finalización de la Segunda Guerra Mundial. La memoria nos confronta con la inmensidad de la tragedia humana.

Pensemos en las muertes y destrucción que causó el horror nuclear sobre Hiroshima y Nagasaki. Recordemos el abismo del Holocausto en Auschwitz y otros campos de exterminio, y los millones de jóvenes cuyas vidas fueron eliminadas en los campos de batalla.

Detrás de todo eso yacen ciudades destruidas, familias quebradas, y un enorme legado de dolor y miseria.

Las causas de las guerras son variadas y complejas: el surgimiento de ideologías de odio que deshumanizan y transforman al “otro” en enemigo a aniquilar; conflictos territoriales que se radicalizan; intereses económicos o geopolíticos que no tienen límites en la búsqueda de sus objetivos; profundas situaciones de injusticia que terminan explotando en guerras.

Por supuesto que hay guerras legítimas que surgen de la necesidad de defenderse de la agresión o del sometimiento. Pero es claro que debe ser siempre el último e indeseado recurso, porque como decía el Papa Francisco: “La guerra es un fracaso de la política y de la humanidad, una claudicación vergonzosa, una derrota frente a las fuerzas del mal”; “La guerra es siempre una derrota”

Y lo es, porque cada vida inocente perdida es una herida profunda abierta en el presente y que cosechará un futuro de traumas, odios y miserias para las próximas generaciones.

La historia nos demuestra algo fundamental, en muchos casos es posible combatir la agresión y el sometimiento con firmeza y resultado, pero eludiendo el desarrollo destructivo de la guerra. Recordemos la lucha de Nelson Mandela contra el Apartheid, la de Martin Luther King por los derechos civiles, o la de Mahatma Gandhi frente al Imperio Británico.

No siempre contaremos con esos grandes líderes que liberan y a la vez construyen la paz, pero las sociedades cuentan con antídotos para evitar que los conflictos degeneren en guerras que destruyen el presente y el futuro. Algunos de ellos son el aprendizaje reflexivo de la historia y el fomento incansable de la cultura del dialogo y del encuentro.

Hablando de la historia, ésta no es solo una crónica de nuestros fracasos; es también el testimonio de la capacidad humana para transformarse y volver a edificar sobre sus propias ruinas. Así, sobre los escombros y barbarie de la guerra y el horror del Holocausto surgieron por ejemplo, los juicios de Núremberg, sentando las bases de la justicia internacional y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el intento más noble de codificar la dignidad humana.

Claro está que sería ingenuo y falso pensar que las guerras puedan acabar para siempre. Nuestro destino no está escrito, se forja en la libertad de las decisiones que tomamos.

Se pude sucumbir al espíritu belicista, que abreva de ideologías equivocadas y se alimenta de potenciar los conflictos, siempre sumando leña a la hoguera de la violencia. Para ese espíritu, el sacrificio de la vida del inocente que implica la guerra, es algo que no debe ser tomado en consideración, a pesar de que esas vidas no le pertenecen.

O seguir otro camino. “No nos resignemos a la guerra” decía Francisco, y lo dicen y practican un incontable número de hombres y mujeres que son artesanos de paz, en sus familias, sus barrios, sus ciudades, sus naciones.

Esta conmemoración, 80 años después, nos enseña que ese último es el único camino digno de ser transitado por la humanidad.

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